Gustavo Ruiz

Feliz día del niño

José, el limpiavidrios

Este cuento es un pequeño homenaje, y también un reconocimiento, de Tiro Libre para todos aquellos chicos que asumen el rol de un mayor y deben trabajar para sostener a sus hermanitos, perdiendo así la oportunidad, única e irrepetible, de aprovechar su niñez haciendo cosas que hace un niño. Feliz Día del Niño para todos.

Parado en puntita de pie apenas llega al medio del parabrisas. El conductor de la camioneta le tiene paciencia y espera que el niño termine con su faena. Presuroso se traslada hacia el otro costado del vehículo y seca el vidrio ante los bocinazos impacientes de los coches que esperan avanzar en el semáforo ubicado al frente de la Terminal de ómnibus.



“Listo Jefe”, le dice el chico. El hombre tiene en su mano un viejo y maltrecho billete de dos pesos. “No vayas a estar comprando drogas”, le recomienda al niño. Peina con sus dedos su frondoso bigote y, antes de marcharse, acomoda sus lentes de aumento y le tira una pregunta desde el asiento de su imponente cuatro por cuatro: “¿Qué vas a ser cuando seas grande?”. El chico responde levantando los hombros en una respuesta que se intuye: “Qué se yo…”.



Es casi el mediodía. Salta aumenta el tráfico vehicular de gente que está volviendo para el almuerzo. José saca un manojo de monedas y billetes del bolsillo de su baqueteado pantalón color marrón oscuro. Hizo 42 pesos, “suficiente para comprar puchero y pan, hoy vamos a comer una sopita”. Guarda la recaudación de la mañana y se apresta para su otro desafío: viajar en colectivo son pagar el pasaje, pero no porque no quiera: con el costo del boleto a José le alcanza para comprar una tira de pan para que sus hermanitos puedan tomar el te.



Se baja en Finca Independencia y a pie cruza el puente peatonal rumbo a su casa, en un barrio periférico de la zona sureste de la capital. Sus ojos miran el paisaje habitual: basura amontonada en la orilla del Río Arenales que generan un olor que lo hace fruncir la nariz. Más allá están repartiendo su botín un grupo de malvivientes que roban carteras a señoras en el centro y que luego van a parar a alguna feria por dos pesos.



José sigue presuroso su caminar. Tiene que llegar al barrio, comprar la carne, el pan y las verduras para parar la olla. Su madre está enferma, el médico de la salita le recomendó reposo absoluto porque le encontró una falla en el corazón. Esa dolencia nació el día que su concubino, padre de José y de sus cuatro hermanos, se fue detrás de una minifalda que conoció en una carpa de carnaval.



José, el limpiavidrios de 8 años, llega al humilde rancho de una sola pieza. En un rincón están las dos camas de una plaza que comparte con sus hermanos, y en otras de dos plazas, de colchón roto y sin sábanas, está postrada su mamá. Al medio de la habitación está la mesa de madera desvencijada con sillas que alguna vez tuvieron tapizado de color marrón con flores blancas.



José sale afuera, prende el brasero y comienza a  preparar la comida. Dos de sus hermanos, de 7 y cinco años, van a venir de la escuela del Barrio Solidaridad dentro de poco, mientras que el más chico, de dos añitos, juega con una pelota de plástico. “Usted no la haga renegar a la mamá, eh?”, le dice al pequeño fingiendo voz de hombre. En un rato está lista la sopita.



José no pudo seguir estudiando. Su padre se fue de la casa y el tuvo que vestirse de adulto. Limpiavidrios en las esquinas todo el día, y algunas noches ayuda al carnicero de barrio a barrer la vereda. No gana mucho en esas tareas, pero todo lo que sume para su casa a José le sirve para mitigar el hambre de su mamá y de sus hermanitos. Cansado, allá por las 11 de la noche, José se duerme al toque hasta las 8 del otro día, cuando vuelve a comenzar el desafío de trabajar para mantener a su familia.



Hoy es domingo. José se durmió. Sale corriendo a tomar el cole hasta su parada de trabajo. Esta vez no tiene que colarse en el bondi. El chofer lo invita. “Subí, hoy es el Día del Niño, es gratis”. A José se le ilumina el rostro y ensaya una sonrisa. Se acomoda en el fondo y arranca hacia la terminal. Por la ventana observa a los chicos de la mano de su papá y mamá. Mira como otros juegan con pelotas nuevas. Todo es felicidad en ese mundo que él no puede disfrutar.



De tanto mirar lo ajeno, se distrae y se pasa de su destino. Vuelve corriendo las tres cuadras que lo separan de la esquina donde trabaja, llena las botellas con agua con detergente, toma la rejilla y el haragan para comenzar a limpiar vidrios.



El rojo del semáforo detiene a una imponente cuatro por cuatro de color gris. Es el hombre del frondoso bigote y lentes de aumento que le hace un gesto para que José se gane sus primeros pesitos de un domingo que amaneció gris. El hombre baja el cristal de su ventanilla y la propina viene gorda. “Tomá, por ser el Día del Niño te doy 20 pesos”, le dice el hombre. José no lo puede creer, ganó en el primero lo que por ahí le lleva varias horas poder juntar. El tráfico no está denso. No hay bocinazos que lo apuren. El hombre de los bigotes vuelve a preguntarle a José, el limpiavidrios: “¿Qué querés ser cuando seas grande?”. Esta vez José no levanta los hombros, y suelta la respuesta: “Cuando sea grande, quisiera juntar mucha plata para poder volver a ser un niño…”.



Y los ojos de José se pusieron rojos y vidriosos de tanto llanto contenido…

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