Félix González Bonorino

Doctor en Ciencias Naturales
Sobre Pernod Ricard

Así se roba en Salta

El sujeto era elegante. Moderno en su traje Hugo Boss. Esgrimía una sonrisa segura y desarrollada. La camisa blanca, ajustada hasta el último botón, resaltaba su corbata Hermés. No sé por qué ahora hacen los sacos cortos de mangas que parece que los que los visten hubieran pegado un estirón la semana pasada, pero allí estaba él con todos sus signos exteriores de riqueza a la vista.



Sus manos se sentían suaves y el apretón de manos delicado, el portafolio era chiquito, como de juguete, de cocodrilo negro y lo sostenía con la izquierda, donde resaltaba un Audemars Piguet que le daría la hora exacta toda su vida.



Un pequeño bulto en la solapa izquierda dejaba suponer que allí llevaba su celular, apenas desnivelaba la suave línea de su vestimenta. Y estaba perfumado.



“Pegmiso” dijo, con un tomo gutural. “Europeo” pensé en seguida, “francés o belga”. Mirá que bien.



“Si Sr. ¿que desea?” dije, notaba que me registraba como yo lo había hecho con él. Pobre, que imagen patética se estaba llevando de este humilde servidor en pantalones cortos y ojotas en invierno. Su “¿puedo pasag?” sonó firme pero correcto, nada agresivo. Lo hice pasar, le ofrecí algo de beber que rechazó elegantemente, se sentó en el sillón y sacó una pequeña nota de su pequeño portafolios con sus pequeñas y delicadas manos.



“Vengo a pedigle que me entregue su casa”. Tono seguro y tranquilo. Siguió, “nuestra compañía tiene un documento de los antiguos propietarios que indica que a esta propiedad nos la vendió junto con el terreno de al lado”. Mi asombro era total, yo había nacido en esa casa y mis padres habían vendido el terreno de al lado, pero nunca esta casa, que era para sus nietos. “A ver” dije, subiendo el tono de voz, para hacerle notar que estaba en mi casa y de visita mientras yo quisiera.



Allí estaba, una nota firmada por un Juan de los Palotes, solicitando la anexión de nuestro lote al de ellos y haciendo de esta manera una sola matrícula. “Pero aquí no dice nada” respondí. “Nosotros ya presentamos el pedido a inmuebles y este trámite está avanzando. Es una cuestión de semanas”. Me sorprendió con la tranquilidad que lo dijo. ¿A quién habrá arreglado para hacer esto?



Así actúan los ladrones modernos. Claro, uno se imagina esos estereotipos reunidos en un bodegón de bajo fondo, mesa redonda, sillas de madera, una lámpara como sombrero vietnamita y humos de dos mil cigarrillos flotando, junto al olor a transpiración y todo en blanco y negro. O al marino entrando de noche con su garfio y su pata de palo, bigotitos afinados y sombrero de ala ancha con un vaso de ron en la mano, besando una mujer a la pasada, en la Isla Tortuga a planificar el próximo atraco con Morgan o Sparrow. O las puertas bamboleantes de un salón del Oeste estadounidense, cartas de poker en la redonda junto a la esquina, balas en bandolera, tierra por todos lados, un piano que suena mal y revólveres colgando. Incluso uno puede imaginar una pulpería del interior de la provincia, cualquier provincia, pingos afuera, ginebra adentro, viento filtrándose por las rendijas, facones al alcance de la mano, frío, hablando bajito.



Falso. Nada es más así. Hoy se roba con guante blanco. Una empresa que se dice seria presenta un papel trucho, pero con su sello y remitente y algún título de CEO, engañoso, para torcer, ligeramente, la ley con la aceptación de algún funcionario extraño. Todo con buenos modales, con la resignación del damnificado, con elegancia e incluso con signos de comprensión. Con un “y, así es la ley, lo lamento mucho, nuestra empresa nunca se apartaría de la ley”.



Pernod Ricard se roba 32 has del pueblo de Cafayate como viles piratas contemporáneos, torciendo la voluntad de los donadores. Torciendo la verdad con papelitos falsos y aprovechándose de concejales humildes. Les tiran su presencia comprada, su imagen, su extranjería, su porte, sus diplomas, sus frases, su dominación, su importancia, su elegancia fatua, sus salones de reuniones, sus brillos, su champagne, sus modales, sus equipos de asesores, sus balances millonarios, su condescendencia, sus acuerdos sospechosos, sus programas solidarios, sus látigos de historia, sus fichas para el pago, sus apellidos de abolengo, sus capataces de estaqueadas al sol, sus monedas mal habidas, su esclavismo y los humillan, asustan y amilanan.



El primer chancletazo se lo di a la altura de la mejilla izquierdo, cuando quiso alzar el brazo para protegerse, el Hugo Boss le tironeó en la sisa y mi mano pasó elegante por sobre esa muñeca donde el hermoso reloj comenzaba a cronometrar el tiempo que mediaba entre que pasaba la mano y el sonido en el cachete. Con un clic dijo “120 km por hora” y siguió su rutina circular. Ya no sonreía. El segundo se lo di en la puerta, porque después del primero me resbale retrocediendo para apuntar y ustedes vieron lo difícil que es retroceder con ese calzado. Guardé el maletín unos días esperando que volviera porque me había quedado un saborcito a poco en la cartuchera de pies, pero al final se lo mandé por correo a objetos perdidos de su empresa, que no piense que en este lado del mundo somos descuidados con los bienes ajenos.



Que quede bien claro, lo que es nuestro, es nuestro.



Al Sr. Obispo de Cafayate, no dudo de su buena fe, ¿cómo podría? y por lo tanto le solicito que no se quede con lo que dicen los medios. Busque, pida los papeles, todos, allí observará cómo el mal progresa paso a paso y el azufre de mandinga se ha ido metiendo en un acto de amor hacia una tierra y un pueblo, de la mano de los colonizadores de siempre. Y exprésese sin temores, el pueblo lo acompañará y su voz pacificará. Será un acto de amor, uno de los que valen.



Y ya se los anticipé, los valles calchaquíes son fuente inagotable de recuerdos de resistencia, no despierten a los cardones, custodios del territorio.

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