Paramilitarismo

La guerra sin fin en Colombia

El repunte de la violencia de los herederos de los paramilitares marca la recta final del proceso de paz.

El pasado 10 de abril, Iván Márquez, jefe negociador de las FARC en La Habana compartió en su perfil de Twitter una viñeta del humorista colombiano Matador. Una serpiente, del tamaño de una anaconda, a punto de devorar una paloma de la paz sobre el mapa de Colombia. La caricatura incluye una flecha apuntando al reptil y una palabra: paramilitarismo. La metáfora, compartida por otros tantos usuarios (no todos miembros de la guerrilla) resumía el temor que sobrevuela el país a pocos meses de que se firme el acuerdo de paz que pondrá fin a más de medio siglo de conflicto con la guerrilla: la presencia, cada vez más activa, de grupos armados que atentan de una forma similar a la que solían las Autodefensas Unidas de Colombia.



Desde principios de año hasta abril, la Policía colombiana y la ONU han confirmado al menos 12 asesinatos de líderes sociales a manos de bandas criminales, un saldo de tres muertos al mes. El Gobierno asegura que todos los casos se están investigando, pero no encuentra una relación directa entre la ideología de esas personas y el crimen organizado. La semana pasada, un hombre armado disparó contra una reunión en la que se encontraba Imelda Daza, histórica líder de la Unión Patriótica (partido surgido de las negociaciones de paz con el presidente Belisario Betancur), la formación que perdió a más de 3.000 integrantes, asesinados por grupos paramilitares, incluidos dos excandidatos presidenciales.



Pese a todos los indicios, el Gobierno de Juan Manuel Santos se ha mostrado reticente a hablar de paramilitarismo. Las autoridades consideran que las AUC ya se desmovilizaron a principios de este siglo y que lo que buscan ahora estas organizaciones criminales es un reconocimiento político para beneficiarse de la justicia especial que se ha acordado con las FARC en La Habana por la que serán juzgados todos los actores del conflicto. El Gobierno argumenta que estos grupos armados tampoco evidencia una estrategia contrainsurgente y no constan enfrentamientos entre estas estructuras y las guerrillas. Las investigaciones que llevan a cabo desde distintas estancias estatales concluyen que aunque “hay evidencias” de relaciones con miembros de la fuerza pública y funcionarios, “son aisladas y producto de la corrupción”.



“Se ha vuelto un debate semántico. El Gobierno se empeña en mostrar las diferencias con los paramilitares y los movimientos sociales las semejanzas. Lo único cierto es que se trata de grupos que quieren afectar al proceso de paz”, opina Ariel Ávila, investigador de la Fundación Paz y Reconciliación. La entidad, con cálculos similares a otros centros de estudio, estima que de los 1.102 municipios del país estos grupos operan en cerca de 300. El Clan Úsuga, también conocido como Los Urabeños, formado por unos 3.000 miembros, es el grupo más activo. Su líder, alias Otoniel, es hoy en día el hombre más buscado de Colombia. Más de 1.000 hombres participan desde hace más de un año en la Operación Agamenón para tratar de capturarlo.



Ávila divide a estos grupos neoparamilitares en tres tipos: un 30% con características similares a los paramilitares de antaño, es decir, dedicadas al contrabando, la minería ilegal, el narcotráfico, con jerarquía dentro de la organización y una cercanía con sectores políticos y judiciales. Otoniel encabezaría este grupo. Otro 30%, menos jerarquizado, que venden servicios de seguridad privada o sicariato, protegen algunos territorios, pero tienen alcance regional. El 40% restante lo formarían “bandas de 20 o 30 tipos, mercenarios, con mucha autonomía criminal que presenta sus servicios al mejor postor”. “Los Urabeños no van a empezar a matar guerrilleros porque sí, pero si, pongamos, un ganadero lo quiere hacer y les pagan, lo van a hacer”, concluye.



La creciente actividad de estos grupos está teniendo una fuerte repercusión en la recta final del proceso de paz con las FARC, que desde hace tres años y medio se desarrolla en La Habana.. Las garantías de seguridad a los guerrilleros después de su desmovilización es un asunto que ambas partes llevan trabajando desde hace meses. La comisión negociadora que trata este tema, liderada por el general Óscar Naranjo y Pablo Catatumbo, respectivamente, se ha intercambiado una treintena de borradores sin conseguir llegar a un acuerdo. En sus charlas el término de paramilitarismo se pronuncia con más asiduidad que en territorio colombiano. Sin embargo, en las últimas semanas, ha habido visos de un cambio de postura por parte del Gobierno. Recientemente, autorizó el uso de “toda la fuerza del Estado”, incluido los bombardeos aéreos, contra las principales bandas criminales del país. De hecho, del término Bacrim empleado para definir a estos grupos se ha pasado al de “grupos armados organizados”.



En los últimos días, las referencias al paramilitarismo han copado varios de los mensajes más relevantes de Colombia. La excandidata presidencial Íngrid Bentacourt,en su regreso a Colombia después de seis años, hizo referencia a la “reciente reincidencia del paramilitarismo a través de las bandas criminales después de un programa de sometimiento a la justicia”. Incluso el presidente, Juan Manuel Santos, lanzó este viernes un duro mensaje a su máximo opositor, Álvaro Uirbe. El expresidente, del que Santos fue ministro de Defensa, llamó esta semana a la “resistencia civil” ante los acuerdos de La Habana. “Es la misma que proponía Carlos Castaño”, le ha espetado Santos, recordando a uno de los máximos cabecillas paramilitares que ha tenido Colombia.

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