María Eugenia Carante

Docente
#Opinión

Destierro y desarraigo en la era de la globalización

Un cubano que vive en Salta, una joven de Buenos Aires exiliada por voluntad propia en Inglaterra, un trabajador boliviano y un coreano explotador instalados en Buenos Aires son los personajes que, parafraseando el clásico de Pirandello, irrumpen en el escenario de Nadie -tal es el título de este unipersonal del autor, actor y director Idangel Betancourt- en busca de un narrador que les de realidad. Es que poner en palabras un destino humano es, de alguna manera, darle existencia, identidad, sacarlo a la luz de las conciencias, y despojarlo de su condición de “nadie”. 



Situado el actor-narrador frente al público, acompañado por algunos elementos que cobran un especial simbolismo y representación (una valija, un maniquí, una muñeca), otros cuerpos lo van atravesando y, por ellos, otras historias de vida que tienen como denominador común el drama del exilio y la exclusión. Pero no se trata de un exilio político, como se entiende tradicionalmente: la obra plantea las complejidades y contradicciones de un fenómeno de época: la globalización, que produce, entre otros efectos, el sentimiento de destierro y de desarraigo. En el mundo de la “aldea global”, donde las distancias han sido minimizadas por los transportes modernos, donde nos suponemos ciudadanos del mundo, la globalización ha ido erosionando las identidades locales, socavando el horizonte personal e identitario, y reduciendo al ser humano a la condición de una pieza cualquiera de la maquinaria económica-social. Producir, consumir, medir, cuantificar…, como todos, como “nadie”, parece ser el único destino posible.  



Dice una voz desde el interior de la valija: 



Matas a tu padre, ya no tienes otra casa que tu trabajo, ya no tienes otro amor, otra vida, otras 



horas. Nadie necesita un país, todos somos hijos de Ulises: mi nombre es nadie, tu nombre es nadie: Pascual el boliviano Nadie. Cuando en los diarios salga esta historia nadie se acordará de nuestros nombres, mi muerte no moverá un milímetro la frontera de Corea, como el tiempo de los cerezos no cuenta para ti: sino el dios fuerte que castiga la maldad de los padres hasta la tercera y cuarta generación. «Nadie fue quien me hirió», gritaré, y ellos dirán «No te hirió nadie».




No necesitamos este país, las telas que cortas cubre los cuerpos vivos y muertos de cualquier parte del mundo. Ahora mismo, no te he dicho todo, soy un soldado del Kim Jong-II, soy Ulises abandonado en una marcha eterna por los campos de Panmujeom, mi estrella roja brilla cuando rompe la tarde amarga en Floresta; los domingos, cuando se apagan las máquinas, y en oriente ya han celebrado el nuevo día.




Efectos del áspero engranaje capitalista que propicia la globalización, serán en esta obra el éxodo hacia otras ciudades en busca de engañosas opciones de supervivencia (como el ciudadano boliviano a Buenos Aires), la brutal explotación del hombre por el hombre (el ciudadano coreano dueño de la fábrica textil en Flores),  la especulación económica y el consumismo desmedido, y también la discriminación (Valeria en Londres). 



Dice el narrador: 



El tiempo en su contratiempo, al este avanza, al oeste se atrasa y en Greenwich confluyen dos flechas opuestas: de un lado y del otro amanecemos, lloramos y rezamos a partir de una línea imaginaria; y las campanas siguen doblando en The Clock Tower sin que ningún pedazo de Europa haya disminuido todavía.



Así, este fenómeno de la posmodernidad crea dos tipos de humanidad: los que están inmersos en el círculo global y los que quedan excluidos. Estos últimos serán los desterrados de Nadie, los que padecen indefensamente las desigualdades del sistema, como la niña de Bangladés, de quien comenta el narrador-personaje, no sin ironía: 



Hay muchos niños en Bangladés, no todos pasan hambre, es verdad. Nuestra niña está trabajando, quisiera estar hamacándose, pero está trabajando. Nuestra niña no pasa hambre, está trabajando, no se hamaca, está pegando en unas zapatillas un logo famoso, para que otros niños corran cómodos hacia sus hamacas. Es importante saber que nuestra niña de Bangladés no morirá de hambre, porque las zapatillas que fabrica la usan ciudadanos exitosos y los hijos de esos hombres.



Con una dinámica cuidadosa, si atendemos a la complejidad del tema del destierro personal y del engranaje económico que lo genera; y con gran ductilidad actoral, Idangel Betancourt logra, como autor y actor, una obra que obliga al espectador a profundizar en el universo interior de los personajes, con-padeciendo su drama, sus historias de ignominioso anonimato, y a repensar la sociedad en la que vivimos; una obra intensa y compacta, que emociona y sensibiliza al reconocer una particular búsqueda del creador, de comunicar y compartir su mundo interior. Aunque suene a utopía, el lugar de pertenencia no lo marca una geografía sino la actitud fraterna y solidaria entre los hombres. Concluye el autor, actor, personaje: “... ninguno de nosotros necesita un país, sino un estado de dignidad”. 



 



Texto, actuación y dirección: Idangel Betancourt



Asistente de dirección: Noelia Gana



Asesora de Arte: Claudia Peña



Diseño escenográfico: Fernando Arancibia, Idángel Betancourt



Construcción de utilería: Fernando Arancibia.



Música: Néstor Mevorás



Accesorios y vestuario: Rossanna Bettella



Dibujo: Alexander Guerra



Diseño gráfico: Carla Coledani

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